2020-10-04

El odio, la política y horrorshow

*Por Nahuel Michalski 

Que nuestras culturas neoliberales virtualizadas y espectacularistas han hecho del horrorshow el modo de socialización -o (des)socialización- por excelencia, resulta claro y evidente. Pero todo horrorshow, por definición, exige un alguien a quien temer y, por tanto, a quien odiar; y es aquí donde la claridad del asunto deviene preocupación y exige toda la atención posible. Pues, los administradores del espectáculo, los gestores del sentido diseñado y diseminado al interior de la reproducción de masas, han sabido construir con extrema pericia a los “malos de la película”; pero, con una característica central de consecuencias socialmente catastróficas: esos “malos de la película” no son personajes ficticios sino nosotros mismos.

Tal y como enseñan Adorno y Horkheimer en La industria cultural como mistificación de masas, nuestras industrias culturales del horrorshow -ilusoria e ingenuamente denominadas “entretenimiento”, “comunicación” o “periodismo independiente”- son empleadas para nutrir con discursos específicos y estéticas determinadas el odio intestino entre las personas en pos de hacer de ello el sostén principal de una politicidad enferma y, por tanto, redituable. Pero estar “al tanto de esto” no resulta suficiente. El existencialismo filosófico ya ha señalado que entender no implica necesariamente asumir. Por tanto, asumámoslo: hay actores sociales que gestionan el odio colectivo, más aún, lo utilizan como un modo mismo de hacer política.

A su vez, la referencia a dichos administradores culturales de la beligerancia y el horror, a los constructores de enemigos fantasmagóricos, implica detectar su capacidad de imponerse en la dialéctica de fuerzas de la sociedad y por tanto de penetrar y dar forma a nuestra experiencia cultural cotidiana, lo cual debería conducirnos a apreciar que aquello que deformadamente percibimos como la “espontánea” disposición social hacia la hostilidad y el enfrentamiento no resulta ser, en verdad, una mera “espontaneidad” -término que remite a un proceso natural que se da por sí mismo- sino, más bien, una (dis)posición generada, producida, es decir, algo puesto arbitrariamente, de una cierta manera y con un objetivo muy bien definido. Por supuesto, no debemos por esto recaer en determinismos pesimistas y esnobismos depresivos al estilo: “todo está perdido, no tenemos el poder”. No, no se trata de ello. Cierto es que, en última instancia, los modos mismos según los cuales decidimos relacionarnos con los otros dependen de nuestra voluntad y manera de tomar decisiones. Pero tampoco el romanticismo en exceso: somos soberanos y elegimos cómo actuar, podemos subvertir ciertas lógicas y elaborar formas renovadas de repolitización, pero, ciertamente, no somos los dueños de la industria cultural.

Tampoco se está negando aquí la existencia de ciertos instintos naturales de agresividad propios de la constitución humana. Toda la teoría política contractualista moderna -a excepción de Rousseau- parte de la idea del estado de naturaleza donde los seres humanos parecen ser espontáneamente agresivos entre sí. Negar esto no sería sino recaer en un culturalismo excesivo, en un humanismo edulcorado o, quizás, en una interpretación demasiado naif de la condición humana. Sin embargo, tampoco se niega ciegamente a la manera de la educación abstracta de herencia ilustrada -que, por cierto, aún hoy moldea la subjetividad de las generaciones venideras- que tales instintos, existentes de por sí (conservación biológica, seguridad, libertad) se han convertido en el gran capital de unos pocos que han sabido cómo orientarlos y exacerbarlos, es decir, cómo repartirlos. Dígase: las industrias culturales son maquinarias al servicio de la gestión social de lo instintivo.

De aquí que tengamos que entender que lo violento de la sociedad no resulta en absoluto un fenómeno caótico, random, disperso y “sin regla”; una mera “falla de la estructura”, una “penosa incompatibilidad entre las personas y su cultura” o incluso algo propio e “inevitable” de la “naturaleza humana” -falacia del naturalismo-: que el humano porte, potencialmente, instintos hostiles no alcanza para dar cuenta del entramado, la estructuración y direccionamiento de la hostilidad mutua a escala estructural, pues eso equivaldría a afirmar que, pese al transcurso del tiempo, no hemos logrado abandonar la mera dimensión animalesca; y, como modernos que somos, no quisiéramos aceptar eso. Recuérdese lo que enseña la sociología clásica: las características del todo social exceden a la suma de las características de sus individuos integrantes. No se debe confundir entonces que algo sea necesario con que sea suficiente. Resulta posible aceptar que eventualmente las personas posean en grados mayores o menores actitudes hostiles naturalmente necesarias e inevitables, pero no por ello tenemos que tomarlas como base suficiente para aceptar resignadamente la hostilidad generalizada como elemento transversal de nuestra vida social. Si hay una arquitectura de la violencia es porque hay una creación y gestión constante y sintomática del odio que excede a la mera potencia hostil del individuo aislado, y en este particular sentido debe entenderse -y he aquí el optimismo- su carácter creado y contingente y, por consiguiente, plenamente desarmable.

Sin embargo, y pese a la comprensión conceptual que se pueda tener del asunto, lo cierto es que lejos se encuentran las sociedades actuales de desarmar e inhibir sus lógicas internas de la agresión y el enfrentamiento; contrariamente, cada vez lucen más amplias e intensas. Y dicho fenómeno peculiar por el cual se observa que paradójicamente la violencia social se incrementa al mismo ritmo que el conocimiento y la ilustración de las masas, se debe a que las fuerzas vivas de tales lógicas se anclan no tanto en la razón y el intelecto como en la disposición emocional de los agentes que las (re)producen y diseminan. Esto muy bien lo supieron los griegos: el pathos (la pasión) siempre es mas potente que el logos (el pensamiento). Es decir, dejar de odiar no se trata de una cuestión de comprensión intelectual sino de modificación del sentir.

Sin embargo, ¿de dónde extrae energía dicha emocionalidad patológica propia del discurso y la estética del odio? La irracionalidad confesa implica un costo simbólico que el sujeto occidental ya no se encuentra dispuesto a pagar. Ser sencillamente irracional, ser un odiador nato, un fascista declarado y sin motivos, ya no es “políticamente correcto” en las sociedad liberales actuales. Vivimos en la cultura ilustrada del argumento y la justificación, y por lo tanto, si hay que odiar que entonces “sea con razones”. Es decir, todo odiador precisa tener un motivo coherente para odiar, para legitimar racional y públicamente su manera específica de ser agresivo con otros. Sin importar de dónde lo extraiga, lo que necesita de tal motivo es que le sirva no tanto en su contenido estricto sino mas bien en su forma argumentativa, en su función narrativa, para no ser observado entonces por sus congéneres como un mero animal agresivo o un déspota díscolo, sino, y contrariamente, como un individuo capaz de narrar justificada y racionalmente su práctica confrontativa y segregatoria.

Tal función discursiva es la que desempeña el recurso de la verosimilitud al interior de la configuración subjetiva de los discursos y las estéticas del odio; una verosimilitud siempre reforzada por la industria cultural de los administradores de la guerra. Precisamente, los motivos para ser hostiles con otros resultan siempre retóricas ficcionales creadas en el marco de los grandes relatos de horror con sus personajes estereotipados y macabros generalmente encarnados en la mujer, el pobre, el socialista, el capitalista, el Estado, el extranjero, el oriental, etc. Es decir, no van mas allá de la mera construcción narrativa para niños, pero, no obstante, parecen ser muy verdaderos y, por consiguiente, válidos; sobre todo a fuerza de que resulten repetidos innumerable cantidad de veces. De aquí que resulte por demás frecuente que el sujeto odiador también confunda con extrema facilidad la verdad con la ficción, lo real con lo verosímil.

Sin embargo, como no se haya dispuesto a aceptar el componente de verosimilitud -es decir, de ficción con apariencia de verdad- propio de su forma metafórica de odiar -¿hay alguien realmente dispuesto a aceptar que lo que hace no tiene fundamentos mas allá de la metáfora?-, es que refuerza el supuesto carácter de verdad de su práctica a partir de la apelación dogmática, pero en extremo eficaz, a la racionalidad y naturalidad del conflicto en sintonía con una esplendorosa y grandilocuente épica de la guerra, de la batalla del ellos contra nosotros. Con esto, como ya lo señalaban Marcuse y Benjamin, se terminan de alimentar las potencias míticas inconscientes y primitivas propias de toda disposición agresiva, garantizando finalmente la fragmentación del grupo social y el surgimiento de facciones en proporción justa con la proliferación viral de la sensación de la amenaza interna; una tal amenaza a la que hay que expulsar o destruir. Todo cierra entonces: de un mero cuento de horror se extrae una estética y un discurso verosímiles los cuales, sin ser por ello estrictamente verdaderos o reales, terminan sin embargo por justificar una suerte de racionalidad y naturalidad de las prácticas colectivas odiantes. Ya lo dijo Ricoeur: la ficción produce lo real.

Así, y de modo trágico, se consolidan inexorablemente tensiones y hostilidades entre subgrupos con base en palabras e imagenes que suministran los marcos de inteligibilidad y sentido para que la práctica de odiar a otro devenga un ejercicio “racional” sostenible en el relato personal y, por consiguiente, legítimo -¿acaso no ha sido siempre la legitimidad una cuestión de narrativas?- Acto seguido, se cimenta la forma social de los bandos y trincheras, los cuales quedan conformados por individuos que, sin notar que forman parte de un mismo todo, se experimentan a sí mismos de modo aislado y amputado bajo una lógica del amigo-enemigo o amenaza-víctima -corazón doctrinal del pensamiento fascista- que les permite hallar siempre algún otro actor social culpable de sus infortunios e insatisfacciones. Consecuentemente, se vuelven reactivos. Se preparan más para prevenir y atacar -axiomas fascistas- que para integrar, cooperar y construir -axiomas democráticos-. La emoción del contraataque se apodera de ellos y constantemente sospechan de los que tienen a su lado, volviéndose entonces perspicaces en desarrollar astucias y artimañas para imponerse sobre los demás cueste lo que cueste. Finalmente, lo que ya avizoraron Weber y Horkheimer: tal conducta emocional y patológica acapara el intelecto deviniendo pensamiento totalitario y temeroso de toda concepción en torno a un otro, la segregación mutua se torna hábito y la competitividad social transmuta en exterminio colectivo. 

Por supuesto, al servicio del disimulo - es decir, de la contención forzada- de tan acuciante asunto es que se encuentran vigentes las en exceso cliché reglas ético-morales de cortesía y etiqueta, los mandatos de civilidad y la reproducción sintomática e irreflexiva del habitus -diría Bourdieu- de la “buena educación”, la “corrección política” y el “ser democrático”. Pero esto, ya lo sabemos, no se trata mas que de medidas institucionales ordenadoras destinadas a “montarse” de forma abstracta y fetichizada -muchas veces la Escuela y la Universidad cooperan apáticamente con esto- sobre la densa realidad de la violencia social imperante en nuestras sociedades en vistas de lubricarla, matizarla y encubrirla a través de montajes bizarros de armonía, cooperación y convivencia amorosa. Sin embargo, cuando lo que se torna el contenido normal entre los integrantes de una sociedad es el odio en cualquiera de sus múltiples expresiones, no existen formas culturales morales, educativas e institucionales capaces de esconder por mucho tiempo el polvo bajo la alfombra. La convivencia comunitaria transmuta en impostación insostenible, falsedad hecha mantra y agresividad extendida, al mismo tiempo que los representantes del odio escalan posiciones de poder presentándose, sin embargo, ante la mirada desprevenida del telespectador, en nombre del progreso, la libertad y los derechos individuales. Las democracias terminan entonces por vaciarse del contenido genuino que la tradición les debía asegurar, quedando de ellas tan sólo el triste vestigio de un formalismo institucional abstracto y mecánico del “ser un buen ciudadano” que no solo no logra saciar los corazones políticos puros sino que incluso se resquebraja cada vez mas al calor de la lucha de trincheras en el marco de la indignación y la frustración tironeadas. Así, resulta cuestión de tiempo hasta que ese “buen ciudadano”, forzado a ser “bueno” tan solo gracias a los intereses productivistas de su sociedad del odio, libera sus instintos agresivos y deviene tirano: la historia de las clases medias latinoamericanas sabe mucho al respecto de ello. Cuando los discursos y las estéticas del odio constituyen el contenido de una democracia, pese a los esfuerzos esteriles de los formalismos morales, educativos e institucionales, resulta posible devenir un defensor del genocidio al mismo tiempo que se reivindican los derechos humanos.

De aquí que resulte posible afirmar que toda crisis democrática resulta siempre una crisis política, y que toda crisis política no es otra cosa que una crisis cultural cuyo daño se propaga entre las mayorías pero siempre según el beneficio de unos pocos estrategas de mala fe. Esto es claro: si el fomento del odio, la hostilidad y la agresividad entre los individuos de una democracia no resultara favorable para algunos, no sería ya algo de que preocuparse, no sería ya algo rentable. El enfrentamiento constante entre personas, la agresividad y separación convertidos en modus operandi de la vida cultural cotidiana, no atiende a un “accidente social” o a una cuestión de “naturaleza humana”; se trata, antes bien, de una forma específica y por demás eficaz de hacer política; de politizar despolitizando.

En dicho marco de desintegración, nihilismo, apatía y segregación sociocultural, será la misión del Estado el intervenir en pos de reorientar los aparatos culturales de que dispone en dirección de la real educación constitutiva del contenido (y no solo la mera forma abstracta) de su ciudadanía y de la sustitución de las lógicas de barricada amigo-enemigo y amenaza-víctima por aquellas otras auténticamente democráticas de la cooperación, la integración y la construcción plural y colectiva. De no ser así, lo que habrá no será democracia auténtica y de valor sino, y con suerte, mero electoralismo atrofiado. En otras palabras, si la ausencia estatal de intervención cultural y educativa habilita por omisión a que el odio y la violencia nutran estratégica e interesadamente las dinámicas de convivencia social, la gente confundirá el ideal político sublime que Occidente ha construido en torno a la noción de democracia con aquello otro que no es mas que el vuelco apático y resentido de un trozo de papel en un caja de cartón. Si la facción, como dijo Rousseau, termina por predominar, si no se trabaja cultural y educativamente sobre las emociones populares, entonces el pueblo no podrá mas que confundir el ideal sustancial de convivencia democrática con el mero hecho abstracto -y muchas veces sin sentido- de ir a votar con el anhelo personal y horrorífico de que su pequeño voto destruya a su vecino.

 

*Nahuel Michalski es licenciado y profesor en Filosofía por la Universidad de Buenos Aires. Se especializa en el área de la filosofía política y el análisis cultural a partir de temáticas atinentes a la metafísica del poder, la construcción de subjetividad colectiva y la relación entre discurso y realidad. Ha dedicado los últimos años a la tarea docente, la investigación de grado y la divulgación de la filosofía a través de múltiples plataformas digitales, espacios de encuentro y medios de prensa con el fin de hacer de dicha disciplina un campo público de participación y construcción de ideas.

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