viernes 26 de abril de 2024

La cuarentena, Kierkegaard y la angustia existencial

Una columna del filósofo Nahuel Michalski sobre las emociones que genera el aislamiento obligatorio.

domingo 05 de abril de 2020
Foto: Marcelo Martínez.

*Por Nahuel Michalski

Hace unos días, en el marco de una entrevista que me han realizado en un programa radial cordobés, me han interpelado con la siguiente pregunta: ¿cómo creía yo que la filosofía puede ser un aporte valioso para pensar lo que nos sucede en los días de confinamiento? Por cierto, la interrogación de aquel conductor me dejó pedaleando en falso, puesto que nunca, en mis 32 años de vida, me tocó hacer filosofía en condiciones de semi reclusión. ¡Qué paradoja! ¡Cuán poco valoramos a veces la libertad diaria! Cuanto se la extraña cuando no se la puede ejercitar como uno quisiera. 

Frente a la pregunta, lo primero que arribó a mi cabeza fue la máxima que guía todo mi quehacer filosófico desde hace años, a saber: filosofar sobre el contexto real, concreto, material y dado. Es decir, si la filosofía resulta un valor positivo para nutrir estos días de extrañeza, soledad y perplejidad, solo lo puede ser en la medida que se oriente a pensar lo que concretamente sentimos y pensamos en relación al contexto manifiesto. En relación a esto, y por motivos que francamente desconozco, siempre fui un detractor de la pura elucubración abstracta y “charlatana”; siempre se me presentó como una mezcla bizarra de esterilidad y pedantería el filosofar que obsesionado con las ideas complejas, se olvida de éste mundo que es el nuestro. 

Entonces, ¿qué era lo más concreto y situado, lo más empírico y contundente, en lo que la filosofía podía colaborar y que aquel conductor cordobés parecía estar solicitándome para compartir con su público radial? Observé meticulosamente dentro mío, en toda la vorágine de pensamientos y emociones que ésta particular situación social me (y creo que “nos”) ha generado, y traté, además, de hacerlo en fracciones de segundo, pues la nota radial estaba en vivo y al aire. 

Y así fue como, de forma fugaz y casi inmediata, detecté algo bien claro y distinto -diría Descartes- dentro de mi persona. Algo material y para nada abstracto que me llamó la atención y que no dudé en arrojar como respuesta a aquella bellísima FM del interior del país: “creo que en estos días ha desaparecido la angustia existencial. Creo que siento diversas emociones negativas como incerteza, temor, expectativa, ansiedad, incluso culpa, pero no siento angustia existencial” Marcelo, que estaba del otro lado, me respondió: “¿Qué querés decir Nahuel?” La respuesta que proporcioné me impulsó a escribir el presente artículo.

¿Cómo podemos definir la angustia existencial? Por supuesto que se trata de un término casi conocido por todos. Abunda en sesiones de psicoanálisis, libros de autoayuda, prácticas espiritualistas de toda estirpe, cursos de coaching y counseling, redes sociales, conferencias motivacionales y toda suerte de espacios de interacción humana conformados por gente que precisa algún tipo de asistencia en pos de encauzar satisfactoriamente -sea lo que la “satisfacción” sea- su vida personal. Paradójicamente, y valga decirlo, no es una expresión presente en la tradición filosófica, aunque debe a ésta su mismísima existencia.

¿Perversión de las nociones y argumentos de la filosofía por parte de un mercado deseado de encontrar siempre nuevos nichos de venta? Eso será tema para otras líneas. Lo central es que pese a que la idea de “angustia existencial” abunda y plenifica el discurso colectivo cotidiano, pocas veces se puede dar de ella una definición acabada que permita asirla por donde corresponde. En mi opinión, fue Soren Kierkegaard, filósofo cristiano de la Dinamarca del romanticismo moderno, quien mejor logró reducir lo que la angustia existencial es. Y precisamente a ello dedicó su increíble texto publicado en 1844 y titulado, alusivamente, El concepto de la angustia

Según Kierkegaard, aquello que nosotros llamamos angustia existencial encuentra su origen en una instancia absolutamente singular de nuestras vidas, a saber: cuando nos vemos “obligados” a ejercitar nuestra libertad, es decir, a tomar decisiones. Por supuesto que dicha “obligación” de ser libres -gracias a lo cual Sartre dirá que “el hombre está condenado a ser libre”- tiene que ver en realidad con nuestra propia condición humana, con que nuestra humanidad misma queda definida en la modernidad como libertad pura. Sin embargo, ello no anula el hecho de que muchas veces la libertad es aplastante.

 Por ello, el genio de Kierkegaard tuvo que ver con observar algo que, en realidad, de un modo u otro, ya lo había detectado Kant. De que el problema existencial con la libertad no es la condición misma de “ser libres”, sino que muchas veces no sabemos qué cuernos hacer con nuestra libertad. Precisamente allí, en dicha instancia terrible y abismal en la que la libre toma de decisiones ya sea diarias o largoplacistas se torna inevitable y a la vez constitutiva de lo que somos y lo que podemos ser - y por eso mismo la sentimos como una presión “obligante”, pues hemos sido educados para entender que ser humano es “hacer algo con nuestra libertad”- es, efectivamente, donde surge la angustia.

 La angustia, según Kierkegaard, es esencialmente la parálisis o ansiedad que experimentamos cuando nuestra pura razón intelectual no está segura de qué decisión tomar con respecto a la vida. Y como en última instancia es nuestra facultad racional/intelectual la que no sabe cómo resolverse y cómo articularse con el plano espiritual donde descansan las emociones como la angustia, Kierkegaard es enfático acerca de que la única salida al embrollo es “acoplar” nuestra libertad personal con la guía y faro iluminador de Dios.

 En otros términos, según Kierkegaard, la angustia desaparece en nosotros únicamente cuando nos guiamos no por medio de la razón -siempre impotente e insegura-, sino por medio de una intuición interior de raíz espiritual que, si la atendemos y aceptamos, nos permitiría estar seguros de que las decisiones de vida que tomamos corresponden a las intenciones y objetivos que nuestro Creador amorosamente deparó para nosotros. Éste cristianismo protestante kierkegaardiano tiene su homólogo en Heráclito, para quien “ser de forma auténtica” implicaba estar “armonizado” con el Ser divino o Logos, y también encuentra su rival en los planteos de Nietzsche, para quien el escape a la angustia, la vida decadente y miserable sólo podía asegurarse por medio de una intuición potente cuyo momento creador tenía que ver con la visión estética de la vida. Para Nietzsche, crear nuestra vida según lo que nosotros genuinamente “decidimos ser” era equivalente al acto de crear arte. 

Habiendo pensado en esto, y siempre teniéndolo a Marcelo, de la FM cordobesa, en mi teléfono, avisté un potente argumento filosófico que me pareció interesante para fundamentar la premisa que había proferido instantes atrás al comenzar la nota radial. Y la conclusión, de hecho me alarmó. Pues, si Kierkegaard tenía razón, ¡y vaya que creo que la tenía!, la desaparición de la angustia existencial durante el periodo de cuarentena obligatoria no podía tener otro origen más que la desaparición de la “obligación” misma de ejercitar mi libertad, de ser esencialmente libre

Estar obligados a una reclusión en la que la toma de decisiones personales -y la pesada responsabilidad existencial siempre aparejada a ésta- se ve reducida prácticamente a cero, me implicaba, paradójicamente, experimentar emociones negativas de diversas índoles, pero no angustia. Pero entonces también observé que esto implicaba una interesante “degradación ontológica” en las escalas del Ser. Pues, los animales tampoco sienten angustia existencial -no al menos en un sentido humano demostrable o transmisible-; es decir, no están obligados a tomar decisiones vitales de corte. Asimismo, lo siguiente también vino a mi mente: ¿será que esto mismo es la experiencia más material, contundente y cotidiana de lo que en psicología se ha denominado “zona de confort”? Más aún, ¿será que mucha gente decide libremente confinarse en cárceles ya no domiciliarias-materiales sino mentales e ideológicas en pos de escapar a la “responsabilidad de ser libres y de elegir”, responsabilidad que, como demostró Kierkegaard, es esencialmente angustiante?

Se hizo un silencio de fracciones de segundo y entonces le respondí a aquel amable conductor: “lo que quise decir, Marcelo, es que días de encierro como éstos deberían invitarnos a observar que la libertad personal es tan sublime y a la vez tan trágica que incluso nos permite elegir si queremos ejercitarla o no. Creo que en ello descansa la maravilla del libre albedrío”.

 

*Nahuel Michalski es licenciado y profesor en Filosofía por la Universidad de Buenos Aires. Se especializa en el área de la filosofía política y el análisis cultural a partir de temáticas atinentes a la metafísica del poder, la construcción de subjetividad colectiva y la relación entre discurso y realidad. Ha dedicado los últimos años a la tarea docente, la investigación de grado y la divulgación de la filosofía a través de múltiples plataformas digitales, espacios de encuentro y medios de prensa con el fin de hacer de dicha disciplina un campo público de participación y construcción de ideas.

Su tarea es difundida a través de las redes Instagram y Facebook donde se lo puede encontrar como Charlas de Filosofía.

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