jueves 25 de abril de 2024

HISTORIAS DE VIDA

"Bocha" Llanquín, poblador nacido y criado en el paraje con el que comparte el nombre

Nieto del fundador del paraje, guarda con nostalgia los recuerdos del pueblo que lo vio crecer.

viernes 07 de junio de 2019
En el campo de Bocha Llanquín se solían hacer jineteadas y fiestas hípicas.
Foto: Marcelo Martínez.
Foto: Marcelo Martínez.

Por Claudia Olate

El camino se abre con la estepa enfrente. A un costado, se ve el río Limay que de a poco se aleja unos metros para adentrarse un poco más en el campo, con algunas piedras y pozos que hacen el tránsito más lento. Desde un pequeño alto se ven a unos cuantos cientos de metros, varias casas y las clásicas alamedas que delatan la presencia de una población.

Dejamos el auto afuera de una casa. A lo lejos, se ve a una mujer mayor, con el pelo blanco por el paso del tiempo, con un hacha en la mano y un palo de leña en la otra, de quien más tarde sabríamos el nombre: Magdalena Gómez, que con sus 86 años todavía vive sola en el campo.

La estepa se abre paso en Villa Llanquín, donde residen pobladores dispersos por el campo. (Foto: Marcelo Martínez)

Por la ventana de una pequeña casa de material, asoman dos caras, un hombre y una mujer. Él sale de la vivienda para ver quiénes son los desconocidos que llegaron ese día nublado hasta su casa.

-“Estamos buscando a “Bocha” Llanquín”- le decimos al poblador que salió con una boina puesta.

- “Soy yo”, dice con voz firme e invita a pasar inmediatamente, como suele hacer la gente de campo. La confianza y los valores parecen ser, de los valores fundamentales de aquellas personas que viven lejos del ruido y el trajín de la ciudad, donde todos somos desconocidos.

La cocina a leña abriga la casa de Lucio “Bocha” Llanquín, en la que vive hace un par de años junto a su familia, porque la anterior se prendió fuego  un 26 de diciembre y perdieron todo. Allí nació el hombre de 55 años y rostro ajado por el trabajo y el paso del tiempo, siempre distinto en zonas rurales.

Lucio "Bocha" Llanquín invita a pasar a su casa donde ceba unos mates dulces al calor del fuego. (Foto: Marcelo Martínez)

Ignacio Llanquín fue su abuelo, que llegó a la zona donde ahora hay un pueblo homónimo. “Dicen que llegó de la zona de Collon Cura, pero cuando vino acá no había nadie”, relata sentado al lado de la cocina, donde una pava humea desde hace rato.

Su esposa, Susana, mientras revisa las carpetas de una de sus dos hijas, que cursa la escuela secundaria en Dina Huapi, una posibilidad que tienen los jóvenes del paraje que no quieran cursar la modalidad virtual que se dicta en la escuela del pueblo.

“Todos me dicen que es un orgullo llevar el apellido del pueblo”, dice Juan mientras se levanta de un salto y ofrece mates. “¡Pero qué mal de mi parte, ni mates les preparé!!”, exclama a los pocos minutos de entrar en su casa, a la que nos permite el paso como si fuéramos amigos de siempre.

Juan recuerda sus años de infancia, cuando el pueblo “era otra cosa”. Es que aunque lo sigamos viendo como un paraje, ya tiene una cantidad de habitantes que hace 50 años seguramente era impensada.

Susana, compañera de Bocha, llegó a Villa Llanquín hace algunos años, oriunda de otro paraje de la Línea Sur. (Foto: Marcelo Martínez)

“La vida en el campo era difícil, pero linda”, expresa el hombre con el mate en la mano y añade que “mis padres tenían huerta, era todo más verde, las aguadas de la montaña se usaban para regar, ahora está todo seco”. Parte de esto cambió en 2011, con la caída de cenizas del cordón Caulle Puyehue, que recientemente celebró otro aniversario.

En esas épocas de antaño también había claro, más animales que acompañaban el paisaje y las verdes pasturas que recuerda Bocha. “Todavía me acuerdo el primer auto que llegó, fue un tractor de la familia Rietchert”, rememora.

“Pero ya no hay tranquilidad como había antes”, dice mirando por la ventana desde la que casi se ve el campo donde se hicieron tantas fiestas gauchas, predio que todavía tiene los palenques en el medio, como esperando que aten algún potro para probarlo.

Los padres de “Bocha”, Lucio y Magdalena, tuvieron seis hijos más: tres hermanas mujeres y tres hermanos hombres.  “Mi viejo solía contarnos cómo era todo antes, cuando todavía no había ni balsa y se cruzaba en botecito”, sostiene.

"Antes había más animales, pero desde la caída de cenizas el campo se secó mucho", dice Bocha Llanquín. (Foto: Marcelo Martínez)

“Ahora vino mucha gente de afuera, que compran tierras y quieren acaparar más, antes no pasaba eso”, se lamenta y recuerda que tuvo conflictos con propietarios nuevos que “movieron los mojones y me alambraron parte del campo”.

Además de la gente y la vida en el campo, también cambió el clima. No es el único que recuerda haber vivido inviernos más crudos, pero estaciones más definidas también. La clásica frase “fríos eran los de antes”, se hace carne en Bocha quien además añora todavía los mallines y pantanos que había donde ahora hay cenizal.

Los cambios no siempre son negativos, y Bocha destaca que ahora tienen luz y agua de red. “Antes la buscábamos en el río”, señala y “nos alumbrábamos con lámparas de mecha”. El gas de cilindro también significó un cambio para la gente que solía buscar leña cerro arriba, con bueyes y algún carro con la mejor de las suertes, o a tiro de algún caballo en otros casos.

El 26 de diciembre de 2015 un incendio destruyó la vivienda de Bocha Llanquín. (Foto: Marcelo Martínez)

Bocha sale de su casa y nos invita a recorrer un poco el predio. De un álamo cuelgan algunos cueros y a él lo siguen los perros, algunas gallinas y unos pavos gordos que todavía mantiene. Sale por una pequeña tranquera y señala el campo. “Quiero volver a hacer jineteadas, eran lindas épocas, la gente llegaba y nos encontrábamos con muchos amigos”, dice.

“Los viejos de antes ya se fueron todos, quedan un par de vecinas, antiguas pobladoras, pero ya es todo renuevo”, remarca con cierta nostalgia por esa época que vivió, cuando Villa Llanquín no era villa, sino un simple campo con algunos pobladores cada un buen puñado de kilómetros. Se asoma a su cerco y nos despide, con un fuerte apretón de manos y la promesa de “comer un asado cuando vuelvan”. (ANB)

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