lunes 29 de abril de 2024

Cuento

Las cartas que nunca llegaron

En esta oportunidad, Edgardo Lanfré nos deleita con un relato en conmemoración a los caídos en Malvinas.

martes 02 de abril de 2024
Las cartas que nunca llegaron
Foto: ilustrativa.
Foto: ilustrativa.

Por Edgardo Lanfré

Hortensia se levantó cuando aclaraba, vaya a saber qué día de la semana sería, que fecha, si al fin y al cabo en su solar todos los días eran iguales, de una rutina agónica y previsible. Los pocos animales que tenía no sabían de días de la semana o feriados, había que alimentarlos diariamente.

Se vistió todo lo rápido que pudo para amenguar la helada e hizo arder las ramas que estaban dentro de la cocina. De paso hacia la mesa donde descansaba el balde con agua miró la foto de su hijo Rafael posando con un traje de marinero de color blanco, a orillas de un inmenso muelle con un barco de gran tamaño de fondo. Hacía meses ya que se había ido al servicio militar. Ella lo acompañó aquella mañana de febrero de 1982 hasta la estación de tren de Bariloche, desde donde partió rumbo a Bahía Blanca para presentarse en la base naval. Lo había notado nervioso, con ansiedad.

No había salido nunca de la orilla del Limay, donde se crió, yendo a la escuela de a caballo y bandeando el río para llegarse hasta la ciudad cada tanto. Partir tan lejos lo movilizaba, aunque temía todo lo que se decía respecto del servicio militar. Hortensia pensó en que el padre se habría sentido orgulloso al verlo partir desde el andén.

“Ese muchacho no tiene que hacer la conscripción” le advirtió un día don Nicanor Fuentes, el fletero que solía traerle los pedidos o acarrearle los pocos fardos de lana después de la esquila. “Es su único sostén Hortensia, vaya a hablar con las autoridades, usted es viuda”, le insistía. Aníbal, padre de su único hijo, había muerto hacía unos años y quedaron los dos en el campo. No habría de ser tan grave quedarse sola ni tan largo un año lejos de la casa para Rafael, pensó en que le haría bien.

Se sirvió un tazón de cascarilla y cortó una rodaja de pan. Desayunó mirando hacia el río, venía crecido y ya había alcanzado la marca de todos los inviernos y el de ese año todavía no empezaba. El cacareo del gallo cerca de la puerta la alertó. “Ha de llegar visita” pensó e instintivamente miró hacia la lomita al otro lado del río, donde solían tocarle bocina o gritarle quienes rara vez se acercaban a verla, los demás pasaban indiferentes por la ruta, quizá mirando la alameda y los sauces que esconden la casita.

Se puso su saco de lana y salió hasta la parte trasera de la casa, donde en el galponcito guardaba los granos para sus gallinas, pollitos y pavos, que la siguieron sabiendo que era hora de su ración. En una palangana enlosada, ya vieja, cargó maíz molido que guardaba en una lata de veinte litros que alguna vez contuviera aceite para automóviles. “Queda poco” pensó, “a la tarde voy a moler”, se dijo en voz alta. En su soledad, a veces lo hacía, para no perder la costumbre. Con la palangana debajo del brazo esparció el maíz por el piso y el remolino de aves comenzó a alimentarse. Miró el corral y entre el balerío adivinó la intención del piño de querer salir a pastar.

Un poco más allá, en el potrero, estaba el moro de Rafael, al que desde su partida había montado una sola vez, con la ayuda de Sergio Marín, el vecino que siempre estaba dispuesto a ayudarla con los quehaceres de la vida rural. El viento le soltó un mechón de su pelo canoso, lo llevaba atado por detrás con una cinta. Su mano, árida como la tierra patagónica, lo puso nuevamente en su lugar.

Mientras cruzaba al corral, recordó aquella mañana en que escuchó por la radio que habían desembarcado tropas recuperando las islas Malvinas. Días después, en una carta su hijo le contaba que marcharía al sur, en un barco, a defender las islas. Rafael siempre fue de poco hablar, en ese lugar no hay mucho que contar, la vida pasa tan lenta y rara vez se quiebra la rutina, así que no le asombró lo breve de aquella carta. En ese sobre le mandó la foto que tenía en la cocina. Poca información para la angustia de una madre sola y tan lejos. Cada tanto miraba al otro lado del río, estaba convencida de que algo pasaría.

Como siguiendo un llamado desde algún rincón de su alma entró a la cocina a mirar un rato sostenido la foto de Rafael, con su traje de soldado. Cargó un poco mas de leña en la cocina y escuchó a los perros correr ladrando hacia la orilla, al tiempo que sonaba la bocina de un vehículo. Antes de salir, agarró de atrás de la puerta la sogüita que sostenía la llave del candado del bote. Con paso rápido cruzó el guardapatio y, siguiendo la hilera de álamos, se acercó al río. Desató la cadena que amarraba el bote a un sauce y subió a aquel cascarón de madera de color verde oscuro. Desde que se casaron lo tenían, Aníbal le había enseñado a bandear el río con seguridad y sin miedo.

Ella era de Las Bayas y él la trajo a Llanquin abajo, allí le enseñó la vida a orillas del Limay. Las tablas estaban húmedas, por la lluvia del día anterior y heladas, como esa mañana de junio. Hizo todas las maniobras con más premura que de costumbre, para no hacer demorar a esa gente que le hacía señas con los brazos desde la otra orilla. Remó suave remontando el río. No tenía idea cuantos metros había que hacerlo, tantos años realizando aquella maniobra le hacía llevarla a cabo casi sin necesidad de medir la distancia para saber en qué momento debía dejar al bote ser llevado por la corriente rio abajo, solo debía remar del lado contrario, mirando hacia atrás, dejándolo derivar de costado para ir a dar justo a la piedra que oficiaba de muelle, en la otra banda.

Mientras cruzaba vio que se trataba de un par de hombres de uniforme militar que se movilizaban en una camioneta de color verde. El día se le hizo más frío aún y una sombra tan oscura como las nubes del cielo le atravesó el corazón. Hizo todo más lento, como no queriendo terminar la rutina de amarrar el bote y subir la lomita hasta el costado de la ruta. Al llegar arriba, los dos hombres vestidos con ropas militares de gala, se sacaron sus gorras y se adelantaron. Hortensia miraba el piso, no se animaba a levantar la cabeza. Sintió la sensación de que esos soldados no hallaban las palabras para decir lo que los había traído hasta ahí. Uno de ellos se adelantó, golpeó los tacos de sus botas y estiró sus brazos hacia ella, entregándole una bandera y un puñado de cartas.

- Señora, usted perdió un hijo y la patria a un soldado – fue todo lo que escuchó.

Esas palabras se le mezclaron con el murmullo del viento y el agua, que desde allá abajo se iba, indiferente. En silencio miró en sus manos esa bandera y el atado de cartas que nunca le habían llegado. Un desorden de imágenes de la corta vida de su hijo le pasaron por la mente.

Carmelina, la machi de la comunidad, cuando él nació le miró las manos  y le dijo que iba a ser un hombre muy noble y justo. Como una lejana letanía le llegaba la voz de aquellos hombres que hablaban de un barco hundido, de la defensa de la patria y otras cosas que no alcanzó a entender. El viaje de vuelta en el bote fue sin ganas, sus brazos se encargaron de bandear, haciéndolo de memoria. El gemido de uno de sus perros, le hizo entender que había llegado.

Antes de atar el bote, miró enfrente, intentando ver si aquellos hombres todavía estaban allí, también imaginando si aquello había sido cierto. Ellos ya no estaban, pero lo que llevaba en sus manos le gritaban la cruel realidad, que solo le quedaba de su hijo aquel puñado de hojas y esa bandera por la que había dado la vida sin entender mucho de que se trataba esa entrega, a tan corta edad.

Un par de días estuvo leyendo las cartas, apenas descifrando aquellas palabras, con las pocas herramientas que le habían dado unos años de escuela, pero adivinando la tibieza de la mano de Rafael al escribirlas. Como pudo fue haciendo las cosas de la casa, sus animales, presintiendo el dolor, la dejaban hacer, callados, dejando que el silencio fuera un responso para acompañarla en su dolor y honrar a aquel muchachito al que vieron crecer.

Seguramente cuando viniera la comadre Ernestina iba a poder hablar algo o comentarle a Sergio, cuando se llegara a ayudarla con el piño. “Parece que en septiembre nos van a dar licencia”. “Ayer tiré con un fusil. Ni parecido al 22 del Papá. Dicen que nos vamos a las islas en un par de días”. “El barco es enorme, debe de ser de largo como de la casa al río. Se zamarrea bastante, casi todos nos descomponemos”. “Dicen que los ingleses no van a venir”. Todas frases desordenadas que le iban golpeando la mente y el corazón a Hortensia, que en la cabecera de su cama tenía la bandera y pegada sobre ella la foto de su hijo y sobre la mesita de luz las cartas, a las que cada tanto leía:

Usted perdió un hijo y la patria un soldado”, cada tanto escuchaba entre sueños.

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