viernes 19 de abril de 2024

Del ídolo vivo y el muerto criticón

El filósofo Nahuel Michalski reflexiona sobre la muerte del ídolo popular y la crítica pseudo intelectual.

domingo 29 de noviembre de 2020
Del ídolo vivo y el muerto criticón

*Por Nahuel Michalski

Walter Benjamin, el gran filósofo marxista, religioso y crítico de arte de las primeras décadas del siglo XX, acuñó el término acontecimiento para referirse a todo aquello que nos sucede de forma abrupta, rupturista, por fuera de la continuidad del sentido ordinario, de la línea de tiempo y el flujo histórico; en otras palabras, todo aquello en lo que parece jugarse lo divino. Bien, esta semana, sin dudas, hemos sido testigos de un acontecimiento que ha rasgado a más de un corazón.

Por supuesto, y como ya es costumbre, la policía moral del vox populi, siempre tan a la orden del día, ventajera y pretendidamente lúcida, no se hizo esperar. Y es que el argentino, en concomitancia con todas sus infinitas virtudes, potencias y bellezas, también puede devenir, con la misma facilidad, clasista, ignominioso y vengativo. Si lo desea, si su espíritu revanchista realmente lo pretende, puede transmutar de la noche a la mañana en un individuo de la doble vara moral, extrayendo de su pequeño bolsillito cotidiano un discurso de complejidad, superioridad y jactancia que no solo no encaja con sus logros personales sino que tampoco permite a los muertos morir y sobre todo al pueblo llorar. Por esto mismo, las mas de las veces, la pedantería pseudo intelectual del individuo privilegiado promedio roza una insensibilidad humana casi sintomática; no puede entender por qué otros lloran.

Y es que si un ídolo popular, del mismo modo que los santos y los héroes, se eterniza en la historia y deviene leyenda precisamente en virtud de su desaparición material, si sus pecados son disculpados y expiados con el agua del llanto de millones que han sabido identificarse con él, entonces el criticón, el antitodo, el moralista, el “reflexivo” que exige “complejizar el análisis de la cuestión”, emerge inoportunamente exclamando: “pero no se olviden de todo lo malo que hizo”, y entonces inocula su veneno de resentido haciendo de la distancia emocional la punta de su lanza intelectualoide. Así de difícil le resulta empatizar con la emocionalidad de las mayorías. No comprende que el desconsuelo de éstas no bebe de la biografía privada del ídolo, sino de lo que ese ídolo ha significado para ellas en términos Históricos. El criticón es tan criticón que ni siquiera puede separar la biografía de la Historia, al autor de su Obra. Por eso, el criticón urbano y privilegiado es ciego por definición, y su cinismo y doble vara moral resultan ser, precisamente, las actitudes que no le permiten compartir la dimensión esencialmente trágica y sublime de un acontecimiento de índole divina.

Sus ansias metropolitanas de reivindicar la lógica sarmientista de la civilización y la barbarie en pos de agredir el sentir popular, de vituperarlo y humillarlo para ponerse por encima de él enarbolando una “problematización más compleja” que por cierto nadie le solicitó, lo conducen a confundir obscenamente los conceptos filosóficos que pretende articular con un filo intelectual que nunca termina de consagrar. Y así, a partir de tal enredo nocional en el que él mismo se coloca con tal de imprimir sobre otros su sentido personal de la justicia, extrae sentencias bizarras del estilo “Nietzsche tenía razón, aún vivimos de ídolos, y este acontecimiento lo muestra con claridad, que bárbaros y atrasados que somos”.

Pero al expresarse en dicha clave de rufián de biblioteca, desde la comodidad del anonimato y la psicosis propia de toda indiferencia emocional, desde el triste letargo del que no siente ninguna pasión, el criticón no ve que un ídolo no es mas que un ser humano perfectible y corruptible cuyo carácter divinizado no adviene de sí mismo, de la persona, sino de lo que otros han construido sobre él; el criticón no entiende entonces que el ídolo nunca es el responsable directo del amor que suscita, y mucho menos de que suscite un amor divino aun siendo una persona imperfecta. Por ello, la escondida ignorancia del criticón, que todo lo confunde y mezcla, queda expuesta cada vez que él le exige a la persona que encarnó a ese ídolo el comportamiento biográfico excelso que no le corresponde a un humano sino a un dios y que, por cierto, el criticón tampoco pudo ni puede encarnar. Y es que su odio consiste en pedirle a otros lo que él es incapaz de dar. Peor aún, en el fondo, y tan tristemente, tampoco odia los pecados del ídolo muerto. Lo que realmente odia es que aun habiendo sido un pecador, haya sido amado por millones. De aquí que el criticón sea siempre, y esencialmente, contrario a su propio pueblo.

Por esto, es que al criticón urbano, a ese que Jauretche llamó el tilingo, el medio pelo, hay que decirle lo siguiente: “No. La comparación que haces es inadecuada e incluso se encuentra mal formulada”. Hay que explicarle que cuando Nietzsche sugirió que “Dios ha muerto” se refería a la necesidad de demoler los grandes ideales culturales heredados, los cuales, imponiéndose sobre nosotros con el peso parasitario de la historia, nos condenan a llevar adelante una vida de estructuras repetidas, automatismo, decadencia y debilidad corporal. Y hay que avisarle que esto último no resulta ser ahora el origen del llanto de tantos, que la comparación es inadecuada, pues los ideales metafísicos e incorpóreos contra los que disparó Nietzsche no son lo mismo que un ídolo popular sentido en los corazones vivos de tantos, pues los primeros no son mas que conceptos abstractos y muertos, mientras que el segundo ha encarnado, vivificado los cuerpo y canalizado las emociones de generaciones enteras.

Pero todo esto escapa a la comprensión vital del criticón, pues como ya lo ha sentenciado el infinito José Ingenieros: “El hombre mediocre es peor por su moral que por su estilo; y la eficacia de su difamación arraiga en la complacencia tácita de quienes la escuchan; en la cobardía colectiva de cuantos pueden escucharla sin indignarse. Su crítica moral es semejante a la moneda falsa, circula sin escrúpulos por muchos que no tendrían el valor de acuñarla” (El hombre mediocre; p.66)

El criticón estuvo tan lejos de todo que se ha perdido la hermosa, convocante y eterna dialéctica del acontecimiento plasmada en esta sencilla formula:  Dios no ha muerto, y Nietzsche estuvo en su velorio.

*Nahuel Michalski es licenciado y profesor en Filosofía por la Universidad de Buenos Aires. Se especializa en el área de la filosofía política y el análisis cultural a partir de temáticas atinentes a la metafísica del poder, la construcción de subjetividad colectiva y la relación entre discurso y realidad. Ha dedicado los últimos años a la tarea docente, la investigación de grado y la divulgación de la filosofía a través de múltiples plataformas digitales, espacios de encuentro y medios de prensa con el fin de hacer de dicha disciplina un campo público de participación y construcción de ideas.

Su tarea es difundida a través de las redes Instagram Facebook donde se lo puede encontrar como Charlas de Filosofía.

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