Eternos
Elogio de la colección Robin Hood
Los libros todavía son inconfundibles. En ese universo todo era posible: filibusteros, piratas, navidades junto a un piano, abordajes en mares solitarios, selvas, ríos interminables, animales memorables, nevadas furiosas, tempestades inconcebibles, personajes extraordinarios, territorios inhóspitos, nombres fascinantes, mujeres hermosas, mapas lejanos, islas imposibles o misterios excepcionales, entre tantísimas posibilidades que no excluyen, naturalmente, las ideas geniales, las muy buenas historias y las aventuras perfectas. Breve recorrido por un mundo al que no se retorna pero que jamás se olvida.
En
los tiempos iniciales de la primaria me resultaba prácticamente
imposible no participar de dos universos paralelos en los que, sin
embargo, no había paredes mágicas ni conjuros asombrosos y
extraordinarios al estilo Harry Potter. Había, sí, varias
posibilidades, muchas de ellas directamente relacionadas con los
deberes escolares o con el clima: si llovía y hacía frío, la
alternativa era indoor.
No se podía salir de casa sin medir el riesgo de regresar
completamente embarrado o mojado, aunque las calles, casi todas de
tierra, estaban vacías de chicos cuando el aguacero era grande. Ni
hablar de las canchitas de fútbol, transformadas en verdaderas y
efímeras lagunas. Pero si el día era lindo, chau, afuera, a jugar a
cualquier parte, a andar en bicicleta, a merodear por la estación de
trenes, a jugar a la pelota o simplemente a vagar y no hacer nada. En
un pueblo de la Pampa Húmeda el patio es inmenso.
En
la esquina de mi casa había un concesionario de tractores y
cosechadoras John Deere. Como tenía taller mecánico, además,
siempre había mucha gente entre empleados, clientes o amigotes que
pasaban a tomar mate. Mis amigos y yo siempre estábamos por ahí,
preguntando, metiéndonos en cualquier rincón. Todos nos conocían.
No rompíamos nada: todo era demasiado grande allí. Pero una mañana,
antes de almorzar, uno de los dueños (al que recuerdo como un señor
flaco, alto, algo encorvado, elegante y con cara de bueno), nos
regaló un libro. Se llamaba Johnny
Tractor y era
hermosísimo. Pocas páginas, tapas y hojas duras, una historia para
niños pequeños. Tendría cinco o seis años y ese fue el primer
libro "con forma de libro" que recuerdo haber leído completo por
las mías (y además, creo, era el primero que no me regalaban mis
padres o algún tío). Mi amiga Gabriela
Lasarte, que vivía a
la vuelta, todavía lo tiene. Yo lo he perdido, irremediablemente.
Pero jamás lo he olvidado.
En
mi familia todo el mundo leía. Mi madre y mi padre cultivaban esa
extraña y deliciosa relación con los libros y nos legaron a mi
hermana y mí el hábito, la costumbre y el placer. Si bien es cierto
que mi viejo, cuando empecé el secundario, me obsequió las Obras
Completas de Jorge Luis
Borges, fue mi madre,
María Martina, la que
naturalmente me transformó en un lector: ella nos cedió, casi
completa, la colección Robin Hood (hermosísima, inigualable,
deliciosamente amarilla) que había sido suya y de mi tío
Nicolás. Y nos la
regaló tácita pero enfáticamente: cuando con mi hermana levantamos
la cabeza hacia la biblioteca, allí estaban los libros esperando, en
silencio, ordenados, tapa y contratapa. No hizo falta que nos dijera
nada. Los libros eran para nosotros. Por eso estaban allí.
Y
la colección Robin Hood suponía ingresar en mundos fabulosos. En
principio, el primer libro que tomé de la biblioteca fue uno de
Emilio Salgari, Los
tigres de la Malasia,
al que luego le siguieron otros como Sandokán
y Los dos tigres,
también de Salgari.
Y fue imposible no soñar con ser el mismísimo Sandokán. O el
portugués Yañez de Gomara, su mano derecha. O Tremal Naik,
Kammammuri, Giro Batol o Sanbigliong. Corrí a un planisferio para
ver dónde quedaban Malasia y Borneo.
"…Los
corsarios, incrustados materialmente en las amuras y agolpados detrás
de la barricada hecha con troncos de árbol, apenas respiraban, pero
sus rostros feroces revelaban el estado de su ánimo. Sus dedos
crispados apretaban las armas, impacientes por oprimir el gatillo.
Oyeron el silbido metálico de un proyectil al atravesar el aire. Un
humo rojizo salía por la chimenea del crucero. Se escucharon las
órdenes de los oficiales y los pasos precipitados de los
tripulantes. El vapor corría para echarse encima de la nave
corsaria.
" ¡Preparémonos
para morir como héroes! "gritó Sandokán, que no se hacía
ilusiones acerca del éxito de aquella lucha.
De
una parte y otra comenzó el cañoneo.
" ¡Al
abordaje! "gritó Sandokán". ¡La partida no es igual, pero
somos los tigres de Mompracem!
El
prao, verdadero juguete comparado con el gigantesco crucero, se
adelantó audazmente, cañoneándolo como mejor podía. Pero a pesar
del valor desesperado de los tigres de Mompracem, el prao,
acribillado por los tiros enemigos, ya no era más que un despojo.
Nadie hablaba de rendición. Todos querían morir, pero allá arriba,
en la cubierta del buque enemigo. El cañón que disparaba Sabau
había sido desmontado y la mitad de la tripulación yacía tendida
por la metralla. La derrota era completa. Sólo quedaban doce hombres
que, con los ojos extraviados, apretaban con manos de tenazas las
armas, atrincherados tras los cadáveres de sus compañeros.
Sandokán
lanzó su nave contra el barco enemigo. Fue un violentísimo
encontronazo. Dos arpeos de abordaje se agarraron a las escalillas
del crucero. Entonces los trece piratas, sedientos de venganza,
aferrados a los postes y a los cables, se descolgaron sobre el puente
antes de que los ingleses, asombrados de tanta audacia, pensaran en
rechazarlos. Los piratas rompieron las filas de los soldados que les
cerraban el paso, repartieron una granizada de tajos de cimitarra a
diestra y a siniestra, y se lanzaron hacia la popa. Había allí
sesenta hombres, pero no se detuvieron a contarlos y se arrojaron
furiosos sobre la punta de las bayonetas.
Daban
golpes desesperados, segaban brazos y hundían cráneos. Durante
algunos minutos hicieron temblar a sus enemigos, pero acuchillados
por la espalda, alcanzados por las bayonetas, sucumbieron por fin uno
tras otro. En la mitad del puente, Sandokán cayó herido en pleno
pecho por un disparo de fusil. Cuatro piratas sobrevivientes se
arrojaron delante suyo y lo cubrieron con sus cuerpos, pero fueron
muertos por una terrible descarga de fusilería. No así el Tigre.
Aquel hombre increíble, a
pesar de su herida que manaba sangre, dio un salto, llegó a la
borda, derribó con el puño de la cimitarra a un gaviero que
intentaba detenerlo y se lanzó de cabeza al mar, desapareciendo bajo
las negras agua".
("Sandokán")
Con
ellos también padecí la primera de mis angustias literarias: en El
rey del mar, Sandokan
y Yañez se separan y deben abandonar, cercados por los británicos,
el barco a vapor que le habían robado a la Armada inglesa. Ya no
habría más aventuras en Mompracem.
También
cayeron en mis manos los textos de
Louisa May Alcott (leí,
si mal no recuerdo, Mujercitas,
Los muchachos de Jo, Una niña anticuada, Bajo las lilas y Jack and
Jill), aunque a la
distancia mis afectos se quedaron eternamente con las hermanas Meg,
Jo, Beth y Amy March, También allí conocí a Mr. Sherlock Holmes y
a su inseparable amigo, el doctor John Watson: se trataba de El
signo de los cuatro
(Sir. Arthur Connan
Doyle), texto
iniciático en lo que a literatura policial se refiere. En otras
ediciones devoraría todas sus aventuras.
Sin
embargo no es injusto afirmar que uno de los descubrimientos más
extraordinarios que me provocó la colección Robin Hood fue el de
Tom Sawyer (Mark
Twain): creo que hasta
soñaba que navegaba en una balsa por el Mississippi en compañía de
Huckleberry Finn. Suponía, quizá injustamente, que la tía Polly
era horrible (Tom y su hermano Sid eran huérfanos) y que Becky, la
"novia" de Tom, era la chica más hermosa del mundo. La escena
del cementerio es todavía sobrecogedora: Tom y Huck están allí
cuando el doctor del pueblo llega para robar un cadáver.
"Era
un cementerio igual a todos los viejos cementerios del oeste… Una
brisa tenue susurraba entre los árboles y Tom temía que pudieran
ser las ánimas de los muertos que se quejaban de ser molestadas. Los
dos hablaban poco, y eso entre dientes porque la hora y el lugar y el
solemne silencio en que todo estaba envuelto oprimían sus espíritus…
-
Huck, ¿crees que a los muertos les disgustaría que estemos aquí?
-
¡Quién sabe! Está esto que impone, ¿verdad?
-
Ya lo creo que sí.
Hubo
una larga pausa, mientras los muchachos discutían el tema
interiormente. Después, en voz baja, prosiguió Tom:
-
Dime, Huck, ¿crees que Hoss Williams nos oye hablar?
-
Claro que sí. Al menos nos oye su espíritu.
Tom,
al poco rato:
-
Ojalá hubiese dicho el "señor" Williams. Pero no fue con mala
intención. Todo el mundo lo llamaba Hoss.
-
Hay que tener mucho ojo en cómo se habla de esta gente difunta, Tom.
… -¡Chist!
-
¿Qué pasa Tom? – Y los dos se agarraron el uno al otro, con los
corazones sobresaltados.
-
¡Allí! ¿Los oyes ahora?
-
¡Dios mío, Tom, que vienen! Vienen, vienen, seguro. ¿Qué hacemos?
-
No sé. ¿Crees que nos verán?
-Tom,
ellos ven a oscuras, lo mismo que los gatos. ¡Ojalá no hubiera
venido!
-No
tengas miedo. No creo que se metan con nosotros. Ningún mal estamos
haciendo. Si nos quedamos quietos, puede ser que no se fijen.
-
Ya lo haré, Tom, pero ¡tengo miedo!
-
¡Escucha!...
-¡Chist!-
interrumpió Huck.
-¿Qué
pasa, Huck?
-
¡Son humanos!, por lo menos uno. Tiene la voz e Muff Potter.
-¡No!
¿De veras?
… Potter
y Joe el indio llevaban unas camillas, y en ellas una cuerda y un par
de palas…El doctor puso la linterna a la cabecera y fue a
recostarse sobre uno de los olmos. Estaba tan cerca que los muchachos
hubieran podido tocarlo".
Inolvidable
novela.
Los
títulos, además de ser todavía extraordinarios, ofrecían muchas
veces verdaderas obras maestras. Una de ellas fue Moby
Dick, de Herman
Melville, texto
publicado originalmente en 1852. Recuerdo el ejemplar: inmenso, con
hojas amarillentas y gastadas, pesado. Imponía respeto y suponía
tiempo. La historia del capitán Ahab, de su barco, el ballenero
Pequod,
y de la obsesión del marino por capturar al cachalote blanco sigue
siendo inconmensurable y asombrosa. ¿Quién no ha querido alguna vez
ser Ismael al menos por un instante?
"Mi
nombre es Ismael. Hace unos años, encontrándome sin apenas dinero,
se me ocurrió embarcarme y ver mundo. Pero no como pasajero, sino
como tripulante, como simple marinero de proa. Esto al principio
resulta un poco desagradable, ya que hay que andar saltando de un
lado a otro, y lo marean a uno con órdenes y tareas desagradables,
pero con el tiempo se acostumbra uno. Y por supuesto, porque se
empeñan en pagarme mi trabajo, mientras que un pasajero se ha de
pagar el suyo. Aún hay más: me gusta el aire puro y el ejercicio
saludable. Digamos que el marinero de proa recibe más cantidad de
aire puro que los oficiales, que van a popa y reciben el aire ya de
segunda mano. Por último diré que había decidido embarcarme en un
ballenero, ya que las ballenas me atraían irresistiblemente. Cierto
que resulta una caza peligrosa, pero tiene sus compensaciones: los
mares en los que esos cetáceos se mueven, la maravillosa espera, el
grito foral cuando se encuentra una...
El
caso es que metí un par de camisas en mi viejo bolso y salí
dispuesto a llegar al Cabo de Hornos o al Pacífico. Abandoné la
antigua ciudad de Manhattan y llegué a New Bedford. Era un sábado
de diciembre y quedé muy defraudado cuando me enteré de que había
zarpado ya el
barquito
para Nantucket y que no había manera de llegar a ésta antes del
lunes siguiente. Y yo estaba dispuesto a no embarcarme sino en un
barco de Nantucket, desde donde se hicieron a la mar los primeros
cazadores de ballenas, es decir, los pieles rojas". Así
comienza Moby Dick.
Palabras como
"Nantucket" o "Massachussets" siguen señalando aún lugares
lejanos, imposibles y, de alguna manera, mitológicos.
En
esta línea se pueden anotar dos de las obras que figuraban en el
catálogo de Robin Hood: Colmillo
Blanco y El
llamado de la selva
(ambas de Jack London):
"… El
cachorro, que ya tenía nombre, siguió echado en el suelo y
observando. Durante algún tiempo, los hombres continuaron
produciendo con la boca aquellos sonidos raros para él. Luego,
Castor Gris desenvainó un cuchillo que llevaba pendiente del cuello
y con él cortó un palo de los arbustos que los rodeaban; Colmillo
Blanco lo seguía
con la mirada. Vio cómo le hacía una entalladura al palo en cada
extremo y cómo a ellas anudaba unas cuerdas de cuero. Con una de
esas cuerdas que le pasó por el cuello sujetó después a Kiche,
y enseguida la
condujo junto a un pino joven, a cuyo tronco ató la otra cuerda.
Colmillo Blanco fue
detrás de su madre y se echó junto a ella. Lengua de Salmón le
puso una mano encima y lo echó patas arriba. Kiche
lo miró con
ansiedad. El lobezno sintió que el miedo volvía a apoderarse de él.
No pudo evitar que se le escapara un gruñido; pero no hizo el menor
ademán de morder. La mano, crispados y muy abiertos los dedos, le
restregó el vientre como jugando y lo revolcó de un lado a otro.
Resultaba ridículo y torpe que estuviera él allí panza arriba y
pataleando. Además, aquella era una posición que, por dejarlo
completamente indefenso, producía en todo su ser un sentimiento de
indignada rebelión. ¿Qué podría hacer colocado así? Si a aquel
animal hombre se le antojaba causarle algún daño, Colmillo
Blanco se daba
cuenta perfectamente de que le sería imposible evitarlo…".
No
hay que realizar un esfuerzo superlativo para suponer, en tiempos de
televisión en blanco y negro, las sensaciones que en la mente de un
pibe de primaria generaba un viaje en trineo por Alaska o por el
Yukón canadiense junto a mucha gente que trataba de encontrar oro en
medio de miles de fracasos. El perro y el lobo eran míos. A la
mañana no estaban. Pero eran míos.
La
colección (o lo que yo recuerdo y añoro de esos libros) era
deliciosa. Hasta hacía que un día de lluvia no se sufriera tanto. Y
es indispensable, como mínimo, mencionar otros títulos que pasaron
por mis manos. A saber: La
cabaña del tío Tom
(Harriet B. Stowe),
Canción de Navidad
y
Oliver Twist
(Charles Dickens),
Papaíto piernas largas
(Jean Webster),
Cinco semanas en globo
(Julio Verne),
El Corsario Negro
(Emilio Salgari),
El último de los
mohicanos (James
Fenimore Cooper), La
isla del tesoro
(Robert Louis
Stevenson), Robinson
Crusoe (Daniel
Defoe) o El
príncipe feliz (Oscar
Wilde), entre tantos
otros.
Todo
es posible. Hasta que el Pequod
zarpe alguna vez de
Mompracem rumbo a los siete mares, navegue por el Mississippi y
llegue hasta la Isla de la Tortuga para que Ahab y Emilio de
Ventimiglia, el Corsario Negro, se ignoren a la perfección en alguna
taberna. Allí no habrá ballenas míticas. Tampoco estará el señor
Wan Guld y la venganza del corsario deberá esperar. Solo habrá
libros. Los perpetuos y eternos libros de la colección Robin Hood. A
su entero antojo y arbitrio.